Este fin de semana he estado en Nápoles, Napoli para los italianos. Nápoles es una ciudad que lo tiene todo. Por un lado el mar, el azul mar Tirreno; y el puerto, con la inevitable belleza de la que gozan todos los puertos. Nápoles tiene la montaña, montañas verdes que se ven desde la ciudad con casitas desperdigadas por lo alto. Y Nápoles tiene, como toda Italia, la grandiosidad que le dio el Imperio Romano y la elegancia del Renacimiento. A ello se une nuestra inevitable huella, nuestro querido Felipe II, i quartieri spagnoli: callecitas estrechas en cuesta con altos edificios de colores. Un precioso y monumental castillo de la edad media que fue reconstruido por Alfonso de Aragon y que tiene un precioso arco que se llama El Arco de Aragon. Una galería, la Galeria Umberto, donde el rey iba a hacer sus compras. Hay una calle estrechísima, que no me acuerdo como se llama, que atravesa Nápoles de lado a lado, llena de tiendecitas que exponen sus productos en la calle. No lo sé cuales serán sus encomiendas durante el resto del año, pero ahora esta calle estaba repleta de mesas con miles de figuritas para decorar el Belén, presepre, según le entendí a Laura que le llamaban los italianos. En esta calle por 3 euros te puedes comer la mejor de las pizzas margaritas y por uno el mejor de los dulces napolitanos, que son expertos para eso de los dulces.
Pero Nápoles más que ninguna, tiene bien diferenciadas las dos caras de la moneda. Por desgracia, la cara negativa son sus gentes, deshonestas, aves de rapiña (aún no he oído a ningún italiano que desmienta esta afirmación). Nápoles, que es más que una ciudad de Italia un estado dentro de Italia, pues allí quien manda es la Camorra (la mafia de Nápoles) y no Prodi, es algo así como la ciudad más insegura del país. Yo pensaba que igual era algo de los periodistas, ya sabeís, un par de muertes y arman la de dios es cristo. Puedo atestiguar que es la ciudad más peligrosa en la que he estado. Después de escuchar todos los consejos de Laura el día anterior ya estaba acojonada. No podíamos llevar bolso, te lo roban. Ni de coña una cámara de fotos buena. Tampoco pendientes caros, porque directamente te los arrancan de las orejas. Si alguien pasaba en moto y me pegaba una chapada en la cabeza, ni mirar, es lo normal. Si un niño me hacía algo, ni mirar, porque los niños crecen acostumbrados a ver a sus madres vender droga en la cocina de sus casa, no van a la escuela y no tienen otra cosa que hacer que joder al personal. No les puedes decir nada porque van con cuchillos o les avisan a sus padres, que entienden cualquier cosa que hagan sus retoños como chiquilladas. Al llegar pude ver lo que era aquello: un ambiente super feo, todas las señoras agarrando su bolso con las manos, todos los mochileros portando el butlo sobre la tripa en vez de sobre la espalda, muy pocos turistas. Teníamos que andar rápido y no mirar mucho a las caras de los demás. Al final pasó lo que tenía que pasar y unos de estos niños nos tocaron los cojones. Nos paramos en un puestecito de la calle a mirar unos pendientes (porque otra cosa buena que tiene Nápoles es que en la calle se vende de todo, será robado, pero a unos precios increíbles) y una cuadrilla de niños salvajes como de unos diez años, les llaman scugnizzi, empezaron a decirle cosas a Laura, a agarrarle de la cintura y a tocarle el culo. Ella les dijo, iros a las escuela, y yo con un nudo en la esperando ya que sacaran el cuchillo. Al final se limitaron a tirarnos una botella de agua. y pensando, bueno, ya nos ha pasado algo. Como cuando en el siglo XVIII los extranjeros se venían a las montañas españolas a que les robase un bandolero.