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JASON (de nuevas)

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Con unas fachadas que se caen a cachos Lisboa es una ciudad seƱorial

Con unas fachadas que se caen a cachos Lisboa es una ciudad señorial

Sus calles, en cuesta, sus paredes de azulejos, sus tranvías y sus funiculares amarillos, sus habitantes: morenos como el tizón, tan diferentes a nosotros y a la vez tan iguales. Lisboa tiene un ambiente, o una atmósfera, que te impregna hasta el punto de querer vivir una temporadita, al menos, en uno de esos edificios cutres y desmantelados. Tiene algo que te hace  querer pronunciar obrigada, con el peor y más castizo de los acentos, cada vez que quieres dar  las gracias a tus vecinos.

 

   La plaza del Comercio es una de las plazas centrales de Lisboa, y te orienta un poco del rollo en que va la capital portuguesa, una ciudad decadente pero con encanto. Un encanto que puede ser que se escape de la lógica, no sé, que está ahí y lo sientes y te gusta. La Praça do Comercio te permite acercarte a Lisboa y a la vez al Tajo, otro de los entes, siempre presentes, de la ciudad lusa. Cuando el Tajo llega a Lisboa es un estuario amplio y abierto,  que lleva las ventiscas al atardecer como si se tratara de una ciudad costera y que hace sentir a la ciudad la furia del Atlántico.

En la Praça do Comercio, frente al estuario del río, también podemos contemplar el Arco del Triunfo, que guarda aún recuerdo de la potencia que conquisto los más recónditos y exóticos lugares del mundo (Goa, Macao, Brasil, vaya).

 

    A través del arco, se accede a la calle Augusta, arteria central de ciudad. La Rua Augusta es ancha, con  vendedores ambulantes a ambos lados y tiendas caras en los bajos de sus edificios. Sus tonos: blanquecinos, ocres, azulados están bañados por una luz que parece haberse enamorado también de la ciudad.  Con todo, sigue siendo una calle vieja.

 

   Una de las calles a las que puedes acceder desde Augusta, perpendicular a ésta, es la Rua Santa Justa. Desde allí se puede ver otra de las atracciones lisboetas: el elevador del Santa Justa.  Construido por Eiffel (el de la torre), el elevador  mezcla lo que fue una ciudad moderna con lo que fue un lugar árabe con lo que fue, en su día,  práctico para el acceso a una ciudad edificada sobre montículos. En la actualidad, el elevador te muestra, como a un privilegiado, unas vistas impresionantes de la ciudad de la luz. 

  

    Si subes por este ascensor, alcanzas la Iglesia del Carmen.

   La igelisa del Carmen es una iglesia sin techos, que fue una de las principales de la capital portuguesa y, devastada por un incendio, es ahora  fuente de leyendas acerca lo que se mueve entre sus destartalados restos. La iglesia, es desde mi punto de vista, uno más de los puntos más llamativos, no sé por qué, de la capital portuguesa. Desde la iglesia puedes alcanzar Chiado, zona más bohemia, cultural o cosmopolita, que te mete directamente entre finales del silgo XIX y comienzos del XX.

 

   La Rua Garret, en particular,  fue lugar de reunión de escritores durante los siglos y sigue conservando ese ambiente cultural: plagada de librerías de segunda mano, chiquitinas y con los libros muy juntos. Varias estatuas de escritores se encuentran a lo largo de la calle, como Queiroz o del propio Antonio Ribeiro Chiado, poeta portugués del siglo XVI que otorga su nombre al barrio.

 

   Una de las estatuas de un escritor más famosa de la Rua Garret, sea por su ubicación, postura del esculpido o protagonista de la obra, es el talle del escritor Fernando Pessoa. Conocido poeta, (también periodista y traductor de obras al portugués) de finales del siglo XIX, tanto en Portugal como en Europa. La estatua del poeta se encuentra sentada en la terraza de la cafetería La Brasileira. Este café tuvo también renombre el siglo pasado dado que era el punto de encuentro de poetas y literatos. Decorada en estilo art nouveau te entran ganas de ir a celebrar una tertulia y ser un poeta de principios del siglo XX.

(Me doy cuenta que cada vez parezco más un teletipo)

Rua Augusta

A brasileira y estatua de Pessoa

DUBLINESES

DUBLINESES

En la foto la estatua de Joyce con The Spire al fondo

Dos dublineses desdentados, con la cara sucia y los ojos de agua cristalina bebian de tetrabrik y fumaban apoyados en la estatua de Joyce. No pudimos, entonces, sacarnos una foto con ella. Al verles fumar me acorde de que yo tambien me tenia que comprar tabaco. Al volver al euro, supuse, seria mas barato que en la flamante England. Un paquete en Irlanda cuesta 7,5 euros! Paseando por Dublin no da la sensacion de encontrarte en uno de los paises mas ricos de la Union Europea. La decadencia y la pobreza que han vivido durante tantos siglos siguen dejando huella en sus calles y sus habitantes.

 

“A los irlandeses se les quiere, no como a los ingleses, porque han sido pobres y desgraciados, y se emborrachan y cantan”, me dijo mi companero de piso ingles.

Realmente, cuando paseaba por Dublin y veia las estatuas de alentadores a la insurreccion como Jim Larkins o hacia sus decadas de hambruna, o leia las traducciones de todos los nombres al gaelico, pense en lo facil que podia resultar apasionarse con Iranda.

Una la noche fuimos a Temple Bar, que es como una zona de irish pubs, y escuchamos a dubliners tocando sus instrumentos y cantando. Entoces fue cuando me di cuenta por que resulta tan facil querer a los irlandeses. Tocaban el banjo y la gaita y cantaban con voces poco melodicas. Mientras las pintas de guinnes negra se iban acumulando en su mesa, sus voces se iban tornando mas graves y desafinadas, los instrumentos tocaban por si solos cada vez mas animados y los comentarios entre cancion y cancion cada vez iban mas dirigidos a criticar a los ingleses que a describir la siguiente cancion. El musico que tocaba la gaita, rubio como todos y con los mismos ojos claros, nos invito a una pinta mientras nos hacia preguntas con un acento mas parecido al de los yankis que al de los ingleses. Luego se marcho con sus amigos, sin pedirnos un numero de telefono ni exigirnos ofrecerle compania durante la noche.

Como la guia indicaba, al dia siguiente dimos un paseo por el barrio Viquingo. Barrio pobre de gente pobre, lleno de iglesias y vacio de huellas viquingas. Unos borrachos vebian vino sentados en el banco de una iglesia. Al vernos pasar gritaron "Lok, lok! fuk off!", y siguieron bebiendo tranquilamente.

Pero Dublin tambien tiene una cara moderna y rica y poderosa. (Algo tendran que hacer con todas las tasas que deducen de los 7,5 euros del tabaco!). Lo hace, a mi modo de ver, de manera elegante y cosmopolita. La calle O’Connel es el reflejo del poderio recientemente adquirido. The Spire, construido en 2003, se alza 120 metros al cielo con ganas de tocarlo y decir: "por fin lo estoy consiguiendo!". Los dublineses, sin embargo, a quienes les gustan las rimas y se siguen resignando, lo apodaron como “The Stiletto in the Ghetto”. Stiletto  es una palabra italiana con la que designan a los tacones y lo de gueto porque hasta hace poco la zona que se encontraba al otro lado del rio Liffey, y en la que se encuentra la calle O’Connell, era sobre todo suburbial. Unas pantallas, tambien en esta misma calle, simulan a hombres y mujeres andando como un transeunte mas, adornado la calle, acompanando a quienes caminan y dando sensacion de originalidad.

TEMPLE BAR

TEMPLE BAR

margen del rio Liffey

En mitad de desierto

En mitad de desierto

 

Nos soltaron allí, en mitad del desierto. El viento nos golpeaba la cara. Era un viento poderoso, que decía: "en este momento sólo pretendo haceros felices; pero no me enfadéis, que puedo joderos de verdad". Podríamos haber corrido 1, 2 o 20 kilómetros, que seguiríamos en el mismo lugar, puede ser que más cerca de la frontera argelina.

Más tarde se nos acercó un tipo: "Yo soy el tío Patxi", dijo a sabiendas de que a pesar de nuestro espíritu aventurero, dromedarios, cous cous o alminares, necesitamos elementos, aunque sea un ninguneado nombre, que nos hagan sentirnos parte de nuestro sempiterno continente.

El tío Patxi, sonriente y escuálido, era el guía de una ruta entre grandes rocas del desierto. La alta temperatura, rondarían los 35 grados, los asesinos reflejos del sol en la arena, hicieron que poco a poco nuestros rostros blanquecinos y nuestro cuerpos macilentos se fueran tornando rojizos y rosados. No así el del guía, cuyas arrugas limpias y tersas de un marron cobrizo, brillaban con la luz del sol y los reflejos de su turbante azul celeste creando un todo con la belleza del paisaje escarpado."Pronto llegaremos al Niágara del Sáhara" nos decía en tono burlón.

 

Entre tanto, un carro de niños juguetones, oscuros como el tizón y de ojillos almendrados, nos seguía tratando de vender baratijas. Un bolígrafo señorita. Un dinar, por favor. Chapurreos de nuestra lengua aprendida a la fuerza del mercado ambulante.

 

Comentó algo un compañero de ruta, uno de aquellos que siempre dicen una palabra de más o algo fuera de lugar. A los que gusta escuchar sólo por el morbo de la próxima parida. Para nos ser entendido por el guía lo dijo, muy educado él, en catalán, pero en alto, para la parte del grupo que sí la comprendía.

Y el tío Patxí amablemente le contestó en catalán: que no se preocupara, que no quería matar a nadie del calor. El compañero fanfarrón trató de salir como pudo de aquella, alabando que un tunecino bereber conociera el catalán. El tío Patxí hizo alusión a alguna que otra estancia en la costa brava. Dando a entender que la vida en el desierto no era sólo la que le había tocado.

 

CRONICA DESDE NAPOLES

CRONICA DESDE NAPOLES

Este fin de semana he estado en Nápoles, Napoli para los italianos. Nápoles es una ciudad que lo tiene todo. Por un lado el mar, el azul mar Tirreno; y el puerto, con la inevitable belleza de la que gozan todos los puertos. Nápoles tiene la montaña, montañas verdes que se ven desde la ciudad con casitas desperdigadas por lo alto. Y Nápoles tiene, como toda Italia, la grandiosidad que le dio el Imperio Romano y la elegancia del Renacimiento. A ello se une nuestra inevitable huella, nuestro querido Felipe II, i quartieri spagnoli: callecitas estrechas en cuesta con altos edificios de colores. Un precioso y monumental castillo de la edad media que fue reconstruido por Alfonso de Aragon y que tiene un precioso arco que se llama El Arco de Aragon. Una galería, la Galeria Umberto, donde el rey iba a hacer sus compras. Hay una calle estrechísima, que no me acuerdo como se llama, que atravesa Nápoles de lado a lado, llena de tiendecitas que exponen sus productos en la calle. No lo sé cuales serán sus encomiendas durante el resto del año, pero ahora esta calle estaba repleta de mesas con miles de figuritas para decorar el Belén, presepre, según le entendí a Laura que le llamaban los italianos. En esta calle por 3 euros te puedes comer la mejor de las pizzas margaritas y por uno el mejor de los dulces napolitanos, que son expertos para eso de los dulces.

 

Pero Nápoles más que ninguna, tiene bien diferenciadas las dos caras de la moneda. Por desgracia, la cara negativa son sus gentes, deshonestas, aves de rapiña (aún no he oído a ningún italiano que desmienta esta afirmación). Nápoles, que es más que una ciudad de Italia un estado dentro de Italia, pues allí quien manda es la Camorra (la mafia de Nápoles) y no Prodi, es algo así como la ciudad más insegura del país. Yo pensaba que igual era algo de los periodistas, ya sabeís, un par de muertes y arman la de dios es cristo. Puedo atestiguar que es la ciudad más peligrosa en la que he estado. Después de escuchar todos los consejos de Laura el día anterior ya estaba acojonada. No podíamos llevar bolso, te lo roban. Ni de coña una cámara de fotos buena. Tampoco pendientes caros, porque directamente te los arrancan de las orejas. Si alguien pasaba en moto y me pegaba una chapada en la cabeza, ni mirar, es lo normal. Si un niño me hacía algo, ni mirar, porque los niños crecen acostumbrados a ver a sus madres vender droga en la cocina de sus casa, no van a la escuela y no tienen otra cosa que hacer que joder al personal. No les puedes decir nada porque van con cuchillos o les avisan a sus padres, que entienden cualquier cosa que hagan sus retoños como chiquilladas. Al llegar pude ver lo que era aquello: un ambiente super feo, todas las señoras agarrando su bolso con las manos, todos los mochileros portando el butlo sobre la tripa en vez de sobre la espalda, muy pocos turistas. Teníamos que andar rápido y no mirar mucho a las caras de los demás. Al final pasó lo que tenía que pasar y unos de estos niños nos tocaron los cojones. Nos paramos en un puestecito de la calle a mirar unos pendientes (porque otra cosa buena que tiene Nápoles es que en la calle se vende de todo, será robado, pero a unos precios increíbles) y una cuadrilla de niños salvajes como de unos diez años, les llaman scugnizzi, empezaron a decirle cosas a Laura, a agarrarle de la cintura y a tocarle el culo. Ella les dijo, iros a las escuela, y yo con un nudo en la esperando ya que sacaran el cuchillo. Al final se limitaron a tirarnos una botella de agua. y pensando, bueno, ya nos ha pasado algo. Como cuando en el siglo XVIII los extranjeros se venían a las montañas españolas a que les robase un bandolero.





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